viernes, 7 de septiembre de 2012

Una sensación inolvidable


—Las veo y subo dos mil —expresó su oponente.

Manuel sentía a su corazón ir a mil por hora, sentía cómo sus nervios le desbordaban. Tenía un poker de ases, nada menos. Con aquello casi se aseguraba la victoria, pero le quedaba muy poco dinero ya. Levantó su vaso de whisky a la altura de los ojos y observó a su rival a su través. Parecía que, tras aquella cortina de alcohol, le intimidaba menos. Bebió un trago y sintió cómo el Jack Daniels le quemaba esófago abajo. Decidió terminar con aquello cuanto antes. Se levantó, se sacó del bolsillo unas llaves y las puso encima de la mesa.

—Lo veo y subo aún más. Me juego mi coche. Nuevo de paquete, treinta mil euros.

Su interlocutor, escéptico y con media sonrisa, se demoró unos segundos para contestarle.

—Veo los veintiocho mil.

Se mantuvo de pie, dando pequeños pasos adelante y atrás. Había muchísimo dinero en juego, no sabía cómo había llegado a aquel extremo. Él no se podía permitir jugar, al menos a tal nivel, pues su economía iba bastante mal. El hombre contra el que jugaba, mucho más pudiente que él, era el único impedimento que le separaba de un grandioso bote con el que tapar muchos de los agujeros que tenía en sus cuentas; entre otras cosas, el crédito del coche que acababa de apostar.

En la pequeña sala, claramente poco lujosa, camuflada como un almacén pero refugio de partidas ilegales de póker, había estanterías con alimentos, utensilios de limpieza, una escoba, un recogedor y hasta cajas enteras de bebida. Un vigilante observaba de pie muy atento toda la escena para evitar posibles incidentes entre jugadores agresivos o con mal perder.

Tras posar el vaso, Manuel dio rápidamente la vuelta a las cartas que tenía para desvelar su póker. La probabilidad de que le ganara con aquello era, como muy bien sabía tras tantas cuentas que había hecho, una entre 64.974. Es decir, casi imposible. Pero había que verle las cartas a aquel individuo.

Su rival expuso una sonrisa mayor y le miró a los ojos.

—Lo siento mucho, señor Rodríguez —dijo aquel hombre tranquilamente sentado tras una pila imponente de fichas, mientras daba la vuelta a sus cartas—. Escalera de color. Ha jugado usted muy bien, su mano era prácticamente insuperable, pero yo he tenido mucha suerte.

Observó a aquel hombre coger las llaves del coche y todas aquellas fichas; en cierto modo, lo que estaba viendo era cómo se iban de sus manos, como arena entre los dedos, el dinero de la universidad de sus hijos, su coche, su ilusión, su matrimonio y, en general, toda su vida. No podría hacer frente a las deudas ahora, y su mujer, que ya le había amenazado con dejarle si seguía jugando, se iría sin escuchar sus disculpas. Era incapaz de articular una sola palabra y de mover un sólo músculo. Se había quedado paralizado al pensar que se había jugado todo lo que tenía a una mano y lo había perdido.

Tras unos segundos en aquella tesitura, reaccionó. Una especie de calambre le recorrió el cuerpo, activándolo por completo. Dio tres pasos para coger la escoba con la mano izquierda y la botella de Jack Daniels casi vacía con la derecha. El gorila de la puerta, atónito, no tuvo tiempo para esquivar el botellazo que le propinó Manuel en la cabeza, y cayó estrepitosamente al suelo, inconsciente, sangrando de forma violenta. El hombre que había ganado la partida se levantó rápidamente y trató de defenderse, pero le fue en vano porque Manuel ya había agarrado la escoba con las dos manos y la estampó de canto contra su sien derecha. A pesar de la dureza del golpe, y tambaleándose, aquel hombre aguantó en pie, lo que obligó al otro a pegarle un segundo escobazo, esta vez de revés, que impactó directamente en su nariz, hundiéndosela, y le tiró contra una de las estanterías. Una pesada caja llena de bebida cayó entonces desde la estantería más alta sobre su cara, asegurando su muerte. Tras el episodio violento, los dos hombres yacían, uno sin vida y otro inconsciente, en el piso de aquel cuchitril, con sendos charcos de sangre.

Manuel no sentía nada en aquel momento. Ni miedo, ni arrepentimiento, ni tristeza; estaba superado por la realidad. Pero sabía que debía huir de allí pues había cometido un crimen. Sin ni siquiera coger las llaves de su coche, abrió la puerta de aquella habitación y salió corriendo por unas escaleras que le llevaban a un pub y, de ahí, al exterior. Corría sin saber por qué, sin saber qué buscaba, pero debía alejarse pues no tardaría en llegar la policía.

Sus pies acabaron llevándole a una estación de tren. Entró allí y, desorientado, paró, con el aliento agitado, mientras observaba a su alrededor buscando una escapatoria. Los megáfonos recitaban destinos:

—Tren con destino Barcelona, llegará al andén 8 en un minuto.

Entonces vio un cartel que indicaba que el andén 8 quedaba bajando unas escaleras mecánicas, y tras ello recorriendo un largo pasillo y girando a la derecha. Saltó el control de la entrada y corrió lo más rápido que pudo, empujando a la gente e incluso tirando a una chica que no le permitió el paso. Giró y subió unas últimas escaleras hacia el andén. Se encontró entonces al principio de este y el tren venía a lo lejos. Se alejó ligeramente de las vías y se sentó en un banco, siempre mirando hacia el final de los raíles con la mirada medio perdida, pensando en todo lo que estaba dejando atrás. Sus hijos, su mujer, sus padres,... Toda aquella gente confiaba en él y les había traicionado.

Le despistó un hombre con el uniforme de la compañía de trenes, que vino a echarle en cara lo que le había hecho a la chica hacía unos segundos, que no hubiera ido con más cuidado, pero Manuel no estuvo atento a lo que decía. El tren ya estaba llegando, así que se levantó y le interrumpió:

—¿Sabe lo que es joder tu vida en dos minutos? ¿Sabe lo que se siente? Yo, sí. Es una sensación inolvidable.

Tras ello, salió corriendo y se tiró a las vías ante el tren que pasaba.

miércoles, 13 de julio de 2011

Apariencias

¡Por fin lo había conseguido! Había ligado con una chica gallega por internet, que además era (o por lo menos lo parecía en las fotos que le había pasado) muy guapa y tenía muy buen cuerpo. Habían quedado para verse en un sitio intermedio entre su ciudad, Gijón, y la de ella; aunque si lo pensaba bien no podía acordarse de dónde era la susodicha, pero le daba igual. En el coche de ella (pues él no sabía conducir, le había traído un taxi), irían a tomar un café y ¡quién sabe lo que podría pasar! La ilusión invadía su cuerpo, tras muchos años de anhelo y espera sin comerse un mísero rosco.
Y allí estaba él, Miguel "el fucker", en medio de la nacional 640, viendo pasar los coches y esperando que en alguno de ellos llegara ella a aquella gasolinera. ¿Sería aquel azul que venía lejos? No, ella tendría dinero, y aquel 206 era demasiado barato. ¿Y aquel gris? No distinguía qué coche era, puesto que venía detrás de un molesto tractor que circulaba que no le dejaba pasar. "¡Malditos tractores!", pensó entonces para sí. El coche que iba detrás era un... ¿Mazda, podía ser? Una mezcla de nerviosismo y alegría llenaba su cuerpo de manera claramente visible.
Tras unos instantes, el tractor ya había llegado casi a la altura de la gasolinera y había reducido aún más su velocidad. "¡Cachis!", pensó, "Basta que tenga yo prisa por conocerla para que el gilipollas del tractor...!
No pudo acabar de pensar la frase. "El gilipollas del tractor" detuvo el vehículo delante de él, y definitivamente era a quien estaba esperando. ¿Era una chica? Su atuendo era un tanto sorprendente; la mejor palabra para definirlo era rural: un sombrero de paja que ocultaba parte de sus rizos, una camisa blanca a cuadros grises y unos vaqueros azules. En fin, iba como una verdadera Texas Ranger. Sin embargo, le sorprendió oir una suave y dulce voz, viniendo de aquel ser tan rústicamente ataviado.
—Qué, ¿subes?
A pesar de lo poco arreglada que iba, se podía adivinar que era una chica muy guapa. Aún así, en lo que pensaba Miguel seguían siendo sus pintas. "¿Qué le habrá hecho venir así a una cita?", pensaba, mientras se subía al tractor con una falsa sonrisa de complacencia. "¿Tendría que cuidar a las vacas antes de venir?".
—Sí, Marta.
Tras un corto trayecto en aquel vehículo, en el que tuvieron tiempo de conversar, llegaron a un pequeño bar de pueblo que, aunque alejado de lujos urbanos, era acogedor y aceptable para una primera cita, a la vez que íntimo (en realidad, estaba vacío). Tomaron un café, y Miguel se dio cuenta de lo asombrosamente culta e inteligente que era la chica, a pesar de lo que le comía tanto la cabeza: su apariencia. En realidad, suponía que le habría llegado a gustar, y mucho, con un vestido apretado; sin embargo, aquella camisa a cuadros "le cortaba todo el rollo". Decidió que no quería nada con ella, no fuera a ser que la vieran sus amigos con aquellas pintas. Además, seguro que tenía poco dinero.
Tras la cita, se despidieron y Miguel llamó a su padre, que le viniera a recoger. Probaría suerte con otra chica; total, si ya había conseguido una cita con una, ¿por qué no con cualquier otra? Con Marta dejaría de hablar, pues no le interesaba.

Pasaron los meses y Miguel entró en la universidad. Vale que fuera un par de años atrasado, pero si se sacaba la carrera eso no importaba. Solía tumbarse en el prado con sus amigos y pasarse las clases jugando al mus y viendo pasar a las chicas. Un buen día, mientras holgazaneaba en el prado, le sorprendió una voz por detrás, que le sonó tan dulce como la última vez que la había oído. Sí, era Marta, y ahora no iba tan mal vestida: podría decirse que iba normal, pero su normalidad era abrumadoramente bella. Tras una conversación banal, se despidieron y ella se marchó. Llevaba en la mano las llaves de su coche, y no fue difícil constatar que era un Audi.
—¡Vaya buena que estaba! ¿De qué la conoces?
—Tuve una vez una cita con ella.
—¿Y pasó de ti?
—Pasé yo de ella.
—Anda, ¡no te lo crees ni tú, flipao!
Le daba lo mismo que sus amigos no le creyeran, ni que se estuvieran riendo de él por fantasma. Se había quedado extasiado viendo alejarse a aquel cuerpo perfecto, aquella voz suave y tierna, aquel pelo sedoso y brillante, en suma, aquel ser maravilloso que un día decidió rechazar. Tal día creyó que ella iba a ser poco para él, y ahora se daba cuenta de que no la había sabido valorar. Lo que no sabía es que lo de las pintas campesinas y el tractor había sido una prueba, un examen que la chica había hecho, harta de que todos los tíos fueran superficiales. Miguel no la había superado: era él quien había sido poco para ella.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Asuntos turbios

Mil quinientas treinta horas de natación a sus espaldas.
Mil veintiséis horas de gimnasio.
Cinturón negro en karate, segundo dan.
Trescientas ochenta y dos horas de entrenamiento de rugbi.
Doscientas noventa y ocho horas en el equipo de atletismo.
Ochocientas cincuenta y cinco horas de jogging.
En suma, un deportista consumado.
Y, ahora, cuando el cañón de una pistola apunta directamente a su entrecejo, ¿de qué le sirve todo eso?

* * *

Jorge y Cristian caminaban por la ciudad, charlando dificultosamente a causa del ruido. Habían salido del centro comercial y ahora se dirigían a tomar un café.
—¿Estás seguro de que no te estás metiendo en problemas? —Preguntó por enésima vez Jorge, a raíz de su romance secreto con la, ya entrada en años, mujer de un ex-capo de la mafia.— Esa gente no se anda con rodeos. Además, no sé qué le ves; podría ser tu madre.
—Mira Jorge, si su marido se entera saldrá ella peor parada que yo. Ella concierta nuestras citas cuando está completamente segura de que el viejo no nos pillará. Y no sabes cómo es en la cama.
—¡Joder con la madurita! —replicó el otro, con un tonillo ofensivo.— No quiero saber por qué te trae tan pillado —dijo, mientras abría la puerta del café y dejaba pasar a Cristian—, pero creo que deberías buscarte a otra más joven. Ya sabes lo que pasa con esas mujeres tan religiosas, que luego van a largárselo todo al cura, al cura se le escapa y ya veo a los servicios de rescate sacar tu cadáver de alta mar. ¿Qué vas a pedir?
—Un botellín de agua, como siempre.
—Siempre lo mismo, tanto cuidarte tiene que ser malo. ¿Ya corriste hoy tus dos horas diarias?
—Sí, cómo no. Ahora que tengo tiempo para todo...
—No te preocupes, acabarás encontrando trabajo. Aunque parece que de momento te da con lo que ganaste hasta ahora, ¿no? ¿Y ese reloj? ¿Es nuevo?
—Sí. Era eso lo que quería comentarte, para lo que te llamé hoy. He encontrado un nuevo trabajillo que tiene alta rentabilidad y no me quita demasiado tiempo.
—¡¡Eso es genial!! —exclamó Jorge con gran entusiasmo— ¿De qué se trata?
Cristian miró a los lados, comprobando que nadie les podía oír con claridad
—Compraventa de bienes. Ya sabes, pequeños encargos.
—¿Qué tipo de bienes?
Jorge se pensó un momento su respuesta. Reflexivo, miró la cara de su amigo, al cual, según pasaba el tiempo, se le iba ensombreciendo el rostro, dándose cuenta de el asunto en el que estaba metido su amigo.
—Que la gente quiera joder su vida no es mi problema. Yo no tomo nada.
—¡¡Pero es ilegal!! ¿Sabes lo que se te puede echar encima? Cristian, sabes que no deberías meterte en esas cosas.
—Ya soy mayorcito y sé lo que hago, ¿vale? Si es que no sé para qué te comento nada.
Su amigo bajó la cabeza un momento. No sabía cómo afrontar aquello. Cristian había sido siempre un ligón, y no le sorprendía mucho lo de aquella mujer que le sacaba veintipico años. Pero lo de comerciar con sustancias ilegales era algo que nunca pensó que podía atraerle lo más mínimo.
—¿Con qué traficas? —terminó por preguntar después de un silencio incómodo.
—Anfetaminas. Proceden de una banda del este. Son todo comodidades, recibo y entrego. Sólo por eso gano pasta.
—Pero se te puede caer el pelo.
—Sé a lo que me arriesgo, y es mi problema. Y ahora cambiemos de tema, no vaya a ser que alguien nos esté escuchando.

Siguieron hablando de otros temas, hasta que al cabo de poco más de una hora se despidieron.
De camino a casa, Cristian pensó en los riesgos que corría en ese momento, pero también en lo que le compensaban. Y es que su vida era perfecta. Tenía amor, además de con su novia, con una cincuentona que, a pesar de sus años, estaba buenísima. Y, por si fuera poco, como no vivía con ninguna de ellas, podía hacer lo que le diera la gana con otras. Además, tenía dinero, unos ingresos que superaban con mucho a los que había tenido trabajando en ningún sitio. Se pasaba los días haciendo deporte, una afición que le consumía bastante tiempo y le permitía mantener una figura envidiable. Estaba en el punto justo entre musculoso y atlético. Siempre había hecho muchísimo ejercicio, entre la natación, el gimnasio, el karate,... Así era comprensible que no le costara lo más mínimo encontrar ligues.

Pasaron dos meses, tres, cuatro, y la vida le sonreía cada vez más.

Una tarde fue a visitar a su amante cincuentona. Después de pasar por su cama se decidieron a ir a la cocina a charlar. Al cabo de un tiempo, la mujer le dijo que mejor que tenía que irse enseguida, que su marido había ido a la ópera con unos amigos, pero que volvería en poco tiempo.

—Sí, me voy ahora. ¿A qué se dedica tu marido, por cierto?
—Pues... supongo que puedo confiar en ti, ¿no? —preguntó sonriente la señora. Como Cristian asintió con la cabeza, ella prosiguió—. Creo que anda metido en el negocio del narcotráfico. No sé en qué: ¿anabolizantes?... no, no era eso. Bueno, lo que sea. Pero ahora está cabreado porque le salió competencia en la ciudad.
—No serán anfetaminas, ¿no?
—Ah sí, era eso. Ahora no gana el dinero que ganaba antes y busca joder a un narcotraficante de poca monta. Pero conociéndole, en nada volveremos a tener el capital que nos corresponde.
Cristian tragó saliva: se había metido en una buena. Se quedó ensimismado, pensando en qué podía hacer para zafarse del viejo antes de que le hiciera algo. Sabía que corría serio peligro. La mujer se le acercó con mirada viciosa.
—No sé para qué te cuento estas cosas, cariño —le dijo la mujer con una sonrisa y le dio un beso en la mejilla—. Igual nos da tiempo a algo más hasta que llegue mi marido...
Se sentó sobre él y le empezó a acariciar el pecho mientras acercaba su cara lentamente a la suya para darle un beso. Cristian reaccionó de repente y la apartó.
—Tengo que irme, lo siento —dijo escuetamente para luego irse de la casa, ante la atónita mirada de su amante.

Ya era de noche. Recorrió dos manzanas para llegar a donde había aparcado su coche, lo abrió y se metió dentro. Dio un largo suspiro antes de meter las llaves en el contacto. Se dio cuenta de que su retrovisor estaba descolocado, así que lo movió ligeramente para ver mejor la luna trasera. Fue entonces cuando vio una figura sentada en la parte de atrás, que sostenía una pistola en la mano derecha.

—Hola, Cristian. Encantado de conocerte. ¿Cómo te van las cosas? —preguntó pausadamente una voz grave—. Parece que bien. ¿Y ese reloj? ¿Es nuevo?
Cristian permaneció mudo, observándole por el espejo. La había cagado. Ahora sí que no podía hacer nada para escapar.
Agarró con las dos manos el volante y lo sostuvo fuertemente mientras esperaba oír el estallido que definiría su muerte.
—Espera, me voy a colocar a tu lado —expuso el hombre, y salió del coche para volver a entrar en la puerta del copiloto.
Al colocarse a su lado, Cristian pudo reconocer fácilmente las facciones de un hombre de casi sesenta años, con pelo cano y que llevaba un elegante traje de corte diplomático. El hombre le colocó la pistola en la cara, entre las cejas, en contacto con su piel.
—Mira, hijo de puta. Que te folles a mi mujer cuando te de la gana, pase. Pero que me jodas el negocio del que llevo treinta años viviendo sin que ningún madero me descubra...
La pistola estaba fría, y Cristian tenía los nervios a flor de piel. Sabía que ante el mínimo intento de contraataque, el viejo dispararía y le mandaría al otro barrio. Al cabo de unos segundos, el hombre se tranquilizó y le retiró la pistola de la frente.
—Mira, esto es lo que vas a hacer. A mi mujer no le vas a decir absolutamente nada de nuestra pequeña reunión ni de lo que hagamos hoy. Simplemente irás dejando de verla poco a poco, como si te hubiera dejado de atraer. Y no volverás a tocar un gramo de anfetamina ni de droga en general si no quieres vértelas conmigo. ¿Queda claro?
Cristian asintió con la cabeza.
—Vale. Ahora enciende el coche y conduce hasta donde yo te diga. Así sabrás lo que es tratar conmigo.

Se dirigieron por la calle cercana a la playa hasta una casucha cercana al puerto. La noche era ya cerrada y no había esperanza de que saliera con vida si se ponía gallito. Probablemente se dirigirían a un lugar donde sería torturado o quizás degollado. En estos pensamientos estaba cuando divisó el muelle al fondo de la carretera. Entonces pensó. Si por casualidad conseguía caer al agua y que el coche se hundiera, no tendría que resistir lo que fuera que le esperara en aquel lugar. Él era más fuerte, nadaba más rápido y aguantaba más tiempo debajo del agua, además de no tener la desventaja de la pistola, que se estropearía si le entraba agua en la recámara.

La mente se le iluminó. Como si de repente le hubiera dado algo, se tiró contra el volante, fingiendo haberse desmayado. El sonoro claxon empezó a pitar ininterrumpidamente mientras el coche enfilaba a todo gas el muelle para caer inexorablemente al mar. De nada sirvió que el ex-capo maldijera a todo lo maldecible mientras intentaba levantar el pie del chico del acelerador, o intentara cambiar de rumbo torciendo el volante. Un peso muerto, muy superior al que sus brazos eran capaces de levantar, no permitía girar ni un milímetro la dirección del vehículo. El gimnasio al fin había servido de algo a Cristian. El mafioso, viendo que la caída al agua era inminente, dejó a un lado la pistola para tratar de apartar la mole con todas sus fuerzas. Cuál sería su sorpresa, cuando vio que Cristian había fingido su inconsciencia y había esperado el momento en que descuidara la pistola para propinarle un doloroso puñetazo en la mandíbula. Vio que la puerta del conductor se abría justo antes de que el coche volara desde el final del muelle hasta la superficie del mar. El agua comenzó a entrar rápidamente en el coche y, en pocos segundos, éste estaba totalmente inundado. Mientras tanto, los dos hombres forcejeaban. Pero la superioridad de Cristian enseguida resultó abrumadora. Con más fuerza, más aguante y más rapidez de movimientos, logró reducir al ex-capo en muy poco tiempo, dejándole en el coche que se ahogara mientras él subía a la superficie. Tras volver a bajar para cerciorarse de que el hombre estaba muerto, se dirigió nadando al muelle y subió a tierra firme. Estaba empapado, así que se dirigió a la casa de su amante, que no quedaba muy lejos.

Estaba en camino cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Era Jorge.
—¿Qué ha pasado?
—He tenido un pequeño problema con el marido de mi amante.
—¿Ves? Te dije que no debías meterte en esos temas.
—Pero no ha sido por ella. ¿Qué haces aquí?
—Nada, paseaba por aquí y he visto tu coche volar hacia el puerto.
—¿A estas horas?
—Sí, me gusta dar paseos nocturnos. Cuéntame lo que ha ocurrido.

Enfilaron el camino a casa de la viuda. Cristian empezó a contarle a su amigo todo lo ocurrido cuando, de repente, notó un pinchazo en el costado. Al pinchazo le siguió un dolor fuertísimo por todo el cuerpo, un agarrotamiento de los músculos y un desmayo. Jorge le había atacado con una pistola de electrochoque. Cuando despertó, se encontraba amordazado y atado.

—Sí, Cristian. Ya lo sé todo —expresó su amigo con voz tranquila—. Era mi jefe, y lo mataste. Mira que te lo dije. Te lo dije y te lo repetí. No te metas en eso, que vas a acabar mal... Pues nada, no me hiciste ni caso.

Le puso una pistola en el entrecejo. Volvía a notar la misma sensación que hacía un cuarto de hora. Pero parecía que, después de todo, uno se podía acostumbrar a la sensación de ir a morir. Toda la superioridad física que tenía con respecto a su "amigo", desaparecía gracias al arma de fuego y las mordazas.

—En esta ciudad no hay suficiente sitio para dos camellos. El jefe pensó en dejarte actuar porque parecía que lo hacías tan mal que la policía te pillaría en poco tiempo. Si te enchironaban, descartarían cualquier relación del jefe con el mundo de la droga. Dos pájaros de un tiro, con el único perjuicio de no ganar un par de euros. Pero esos incompetentes... Tuvo que encargarse él mismo de ti. Y ahora él es un fiambre. ¡¡Un fiambre!!, ¿¿me oyes??

Cristian reposaba sobre una alfombra en una habitación prácticamente vacía. Mientras Jorge hablaba, examinó con cuidado la estancia para ver qué podía hacer para escapar, pero no encontró nada de ayuda. Finalmente se dedicó a jugar nerviosamente con las cuerdas que le retenían. Tenía las manos atadas en la espalda y estaba tumbado sobre ellas.

—Pero no, Cristian, no. Este negocio será mío, sólo mío —dijo su amigo con voz de esquizofrénico mientras le daba la espalda y se alejaba—. Tú sólo te dedicarás a tu gimnasio, tus pesas y tus ligues. Yo seré el único que coma de este pastel.

De repente, notó que una de las sogas estaba mal atada. La desató con rapidez y consiguió liberar sus manos. Como su captor estaba de espaldas, se levantó dirigió hacia él con las piernas aún atadas entre sí. Si conseguía atacarle y quitarle la pistola, estaba todo hecho.

Le separaban tan sólo cuatro metros. Caminaba de puntillas y dando pasos pequeños, ya que le costaba tanto como si tuviera unos pantalones a la altura de los tobillos. Tres metros. Jorge no se imaginaba siquiera lo que se le avecinaba. Dos metros. Estaba a punto de zafarse de aquel cabrón. Un metro. Ya casi podía tocarle con los dedos. Un brillo metálico le cegó. " Pero qué coño....?" "Mierda, me ha descubierto". ¡¡Bang!!

Cristian cayó al suelo, muerto, con una bala incrustada en la sien.

sábado, 21 de agosto de 2010

Gentil sacrificio

El hombre comenzó a relatar los hechos ante la atestada sala, a petición del juez. Su cara reflejaba total indiferencia.
—Pues verá, yo había quedado con él a las ocho y media. Tanto usted como el resto de la sala deben saber que yo soy de esas personas que, por algún extraño motivo, tienen ligeramente estropeada la percepción del tiempo y llegan siempre tarde; ese día no fue una excepción y yo me retrasé escasos diez minutos. Hay días que te levantas con el pie izquierdo, ¿sabe usted lo que le digo? Esos fatídicos días en que estás de mal humor y te revelas contra todo.
—¿Era eso lo que usted dice que le ocurría?
—No a mí, sino a él
—¿Se refiere a la víctima, Fernando García?
—Sí. Según llegué, empezó a echar pestes. Ya sabe, que por qué tenía que llegar tarde siempre, que era un inútil... Y claro, una cosa es reñir ligeramente, y otra muy diferente es mezclar conceptos. No tendré muy agudizado el sentido de la puntualidad, pero me considero una persona mañosa, capaz de hacer lo que se proponga. Y claro, tuve que contestarle.
Lo primero que le dije fue que no hablara él, que mejor iba lo de "inútil" dirijido a sí mismo. Y ahí he de reconocer que me pasé, pues hice referencia a un tema muy delicado.
>>Se trata de que cuestioné la "hombría" de Fernando. Su mujer y la mía son bastante amigas, llevan siéndolo desde siempre. Se cuentan hasta las cosas más íntimas. Pues bien, un día, mientras hablaban tranquilamente sentadas al sol en nuestro jardín, Miguel, un amigo que tenemos en común, las oyó hablar de cierto tema relacionado con... ya sabe, la parte más íntima de la pareja. Parece ser que escuchó cómo su mujer describía una torpeza de movimientos en la cama extraordinaria, cierto querer y no poder que le ocurría día sí, día también...
>>Todo eso es un material que usted bien se puede imaginar la juerga que provocó en nuestro grupo de amigos al ser revelado. Pero tras la tempestad vino la calma, y después de dos o tres meses, nadie se acordaba de ello. Fui yo quien lo sacó a la luz aquel día. El hecho de que volviera a mencionarlo le sentó como una pedrada en la cabeza, y después de insultarme se abalanzó sobre mí.
—Ahí comenzó la pelea, ¿no?
—Correcto. Acabamos peleando en el suelo, y en una de las pujas me conseguí zafar de él, con tan mala suerte que lo empujé a la carretera. No vi lo que ocurrió, pero me sorprendió un ruido sordo. Cuando conseguí levantarme, me di cuenta de que un coche le había pasado por encima. Estaba tumbado boca abajo sobre el asfalto y tenía marcas de neumáticos ahí donde la espalda pierde el nombre.
—¿Y cómo explica el disparo en la cabeza que le dio después?
—Pues es muy fácil. Fíjese usted en las vacas cuando se rompen una pata. ¿No las sacrifican para que no sufran?

sábado, 17 de abril de 2010

El lugar sin dios

Se encontraba allí como siempre, sin explicación ninguna. Su pelo castaño y rizado le llegaba ya por las rodillas, y nadie se preocupaba de ello. Es más, no le veían, porque estaba muerto. No sabía cuánto llevaba ya, pero era rutina: vagaba por el cementerio, viendo algún entierro de vez en cuando, o simplemente entreteniéndose con los animales que allí vivían. Estar muerto era de lo más aburrido, sobre todo si no podías salir del camposanto. Pero aquel entierro era entretenido, y ahora le acompañaba otra alma que aún intentaba hacerse notar, ser vista, o al menos que sus familiares supieran que les oía y que podían despedirse de ella.

Eso le recordaba a cuando él murió. Aquel día se había dado cuenta de repente de que estaba en el cementerio y que todos lloraban su muerte. Él estaba allí, de pie y hablándoles, pero ellos no le veían, era tan sólo un alma en un lugar que no debía. Su muerte había sido extraña, producida por un veneno que no dejaba rastro alguno y ni siquiera él sabía quién le había matado. Su cuerpo yacía intacto sobre la blanca y acolchada superficie del ataúd, y cuando lo descubrió había emitido un grito ahogado. Se dio cuenta entonces de lo que pasaba, de que estaba muerto. Nada podía hacer para remediarlo, así que simplemente observó la ceremonia.

Estar muerto tenía sus ventajas: no tener necesidades fisiológicas, no poder herirte ni enfermar... Lo único que podía hacer era ver, oír y pensar. Coger cosas era casi imposible. No se quejaba: llevaba muerto mucho tiempo, y las almas solían desaparecer a las tres horas de morir el cuerpo. No creía que hubiera nada después y estaba contento de poder sentir aún, pero le faltaba algo y no sabía qué.

Aquella alma seguía intentando hacerse notar infructuosamente, obstinada. Decidió que era hora de decirle algo.

—No conseguirás nada, eres un alma y estás muerta —dijo con desgana. Llevaba demasiado tiempo muerto como para tener consideración con nadie.
—¿Y tú cómo lo sabes? —replicó la difunta volviéndose, con cara de pocos amigos.
—Porque también lo estoy. ¿Crees que llevo el pelo así por gusto? Es curioso, aunque estés muerto envejeces, te crecen el pelo y las uñas. No me quiero imaginar cómo estaré dentro de cien años. Eso sí, no te duele nunca nada.
—Esto tiene que ser una broma. ¿Tú quien eres?
—Rodrigo Suárez, para servirte.
—¿El hombre que murió hace seis años en el castillo?
—Veo que me conoces. Yo que tú estaría atenta a tu entierro, porque probablemente desaparecerás en muy poco tiempo. Encantado de conocerte...
—Isabel. Vivía cerca de ese castillo... ¿Desapareceré?
—Todos lo hacen. Todos, menos yo. Algunos al cabo de dos horas, otros al cabo de cuatro, pero nunca duran más de medio día. Se van para no volver. Sé que es desconcertante, pero... no hay otra.
—No me lo puedo creer... —susurró ella, dándose cuenta de todo— así que hay algo después de la vida... ¿iré al cielo?
—No lo sé, pero... no lo creo. Desaparecerás sin dejar rastro.
—¿Y tú no? ¿Por qué no?
—No lo sé. Llevo mucho tiempo aquí. Será porque soy un cabezota de cuidado

Del rostro de la chica surgió una sonrisa por primera vez, mezclada con un gesto de sorpresa. Observándola, Rodrigo se dio cuenta de que era poco más joven que él y bastante atractiva a pesar de estar muerta. Decidió romper el hielo de alguna manera.

—Mira qué divertido. No suelo hacerlo, porque si lo hago mucho la gente se asusta, no viene y me aburro más.

Fue con cuidado hasta un lugar del cementerio y se cercioró de que nadie miraba hacia allí. Cogió una piedra pequeña con cuidado y la lanzó contra una pared. Los asistentes a la ceremonia se volvieron alarmados, pero el cura observó que probablemente había sido algún animal.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Isabel con los ojos abiertos como platos.
—Años de práctica. Me costó mucho poder interceder en el mundo de los vivos, aunque fuera en una pequeña parte. Esa piedra pesa muchísimo para mí aún. Es como si ahora fuéramos... de aire —y sus miradas se perdieron en el infinito.
—¿Esto es a lo que te dedicas siempre?
—preguntó con amargura la joven.
—Sí, qué remedio. Hablo con las almas hasta que desaparecen, hago tonterías de este estilo,
o cuando no viene nadie, que es la mayor parte de los días, me dedico a mirar a las ratas o a los gusanos que aquí viven.

Rodrigo adivinó una mirada de compasión en los ojos de la muchacha, que se daba cuenta de que más que algo bueno lo de vivir para siempre era una maldición.
Observaron el entierro de la chica. El féretro era humilde, y había bastante poca gente.

—Dios... ¡qué espanto!—repuso la joven, mirando al ataúd.
—Tranquila—dijo Rodrigo—. Todos somos así cuando estamos muertos. Pero yo diría que eso no es importante, ni cómo te entierran o cuánta gente hay aquí. Lo importante es darse cuenta de si estás contenta o no con la vida que has llevado y de lo buena que hayas sido. Puedes haber tenido mala suerte, pero siempre te quedará saber que a pesar de todo lo has hecho bien— y añadió—. Ven.

Dieron una vuelta por el cementerio entero, y Rodrigo fue contándole la historia de cada uno de los muertos recientes. Él solía escuchar las historias de sus vidas porque, después de todo, no tenía otra cosa que hacer. Ellos le decían por qué habían muerto, de qué se arrepentían, qué hubieran querido hacer y no pudieron...

Por alguna razón, la atención mostrada por la joven y su forma de ser hizo que cada vez que le contaba una historia tuviera más ganas de hablar con ella. Era como si estuviera hecho para ella.

—Y bien, te toca —la incitó el chaval mostrándole una mano. Con treinta y dos años, y a pesar de llevar seis años muerto, conservaba su aspecto de vivo a excepción del pelo. Le costaba muchísimo limarse las uñas todos los días, pero aún así lo hacía, y tenía las manos impecables. Se cuidaba como podía: había sido educado en una familia con dinero y no descuidaría su aspecto aunque viviera eternamente.
—Bueno, mi historia es un poco diferente a la de todas estas almas. Yo... me suicidé.
—¿Te suicidaste?
¿Por qué?
—Pues verás, mi vida era una verdadera mierda. Vivía sola con mi madre y mi hermano, porque mi padre se fue de la ciudad con otra mujer y no volvimos a saber de él. No teníamos suficiente dinero para vivir. Mi hermano un día llegó muy cabreado a casa y le clavó a mi madre un cuchillo en la pierna alentado por su novia, una mujer vil y desagradable con la que mi madre no aprobaba que estuviera, para más tarde seguir el ejemplo de su padre y no volver más. Después de mucho tiempo de tener que cuidar de ella, se le gangrenó la herida y no pudimos hacer nada para evitar que muriera. Fue horrible, y entonces decidí que no merecía la pena seguir viviendo.

Tras unos instantes de silencio en los que el hombre no sabía que decir, se decidió a abrir la boca.

—Di... Dios mío. Tu vida ha tenido que ser de lo más cuesta arriba...
—Bueno... —respondió la mujer, dándose cuenta de que ahora todo aquello era historia—, la verdad es que no aguantaba más.
—Todo aquello acabó ya —replicó Rodrigo, tratando de que se olvidara de todo aquello—. Ahora sólo te quedan unos instantes para irte de aquí y no volver. Y, como puedes ver, parece que tu padre sí que volvió, y de hecho, aunque la ceremonia terminó hace media hora, ahora está aquí.

Un hombre estaba arrodillado al pie de la tumba con los dedos entrecruzados, mirando al cielo y llorando.

—No es mi padre. Es mi hermano, pero es mucho mayor que yo, veinte años. Cuando enterraron a mi madre en su ciudad natal no fue. No sé por qué está ahora aquí —expuso, con denotado odio.
—Por eso no conocí yo a tu madre... ¿Crees...? —se lo pensó dos veces antes de hacer la pregunta. Quería saber si se arrepentía de haberse ido del mundo después de todo.
—¿Creo...?
—¿...Que merece la pena haberte suicidado?
—Nunca merece la pena. Fue un acto impulsivo. Pero... sufrí mucho.

Siguieron caminando por el cementerio. En un momento dado, Rodrigo se paró. La chica se detuvo también y le miró.
—¿Cuánto crees que me queda?
—No lo sé. ¿Una hora? ¿Dos, quizás?
—Ya... ¿Sabes? Eres buen chico, aparentemente. No sé por qué te pasa todo esto. —Rodrigo sintió los ojos de la joven clavados en los suyos con tal intensidad que no pudo evitar apartar la mirada. Estaban muy cerca, a sólo medio metro.
—Ojalá te... —comenzó a decir él.

Y de repente, la chica desapareció de allí, sin dejar rastro alguno, ni siquiera una mísera mota de polvo. Él se quedó mirando al espacio que Isabel ocupaba antes.

—... quedaras aquí para siempre.

Rodrigo bajó los ojos, desolado. Aquella chica era especial. Había vivido cerca de ella y nunca la había conocido, y se arrepentía profundamente. No sabía por qué pero lo único que le apetecía entonces era desaparecer con ella. Su corazón, lleno de rabia, le incitaba a hacer ruidos y destrozar tumbas. Pero decidió no hacer nada de lo que después se arrepentiría, y volver a la rutina de siempre mirando animalitos y entreteniéndose con lo que fuera.

martes, 5 de enero de 2010

Mary Lou

I
"¿Quién es ese chico tan guapo?", le había preguntado a su amiga aquel día en la discoteca, con tan sólo quince años. Le sonaba de haberlo visto antes por el instituto, pero no le conocía, y quería conocerlo. Al parecer, el joven era dos años mayor que ella y se llamaba Jose. En su vestuario, aparentemente como el de cualquier chico de su edad, cabía distinguir un toque que le hacía sentir distinto a los demás. No sólo se dejaba influenciar por las modas, es que la ropa le sentaba bien. "Preséntamelo", le había pedido a su amiga. Y así había empezado todo.
El chico en cuestión no era como los demás. Su carácter bohemio y sensible era particularmente atrayente. Con él se sentía diferente, como alguien importante, no sólo una chica más. A medida que se habían ido conociendo, sus pensamientos se confluían cada vez más. Cada vez estaba más segura de que trataba con el hombre perfecto. Aparentemente tímido, el chico no se había atrevido ni a besarle hasta que pasó tiempo, un tiempo que se le hizo eterno. Sí, estaba enamorada de él, pero esperó, no quiso acelerar nada. Él no reaccionaría como los demás.
Fue el día de fin de curso, a un mes de su cumpleaños. Jose se atrevió a darle un tímido beso en los labios, y ahí empezó toda su relación. Despacio, sin ninguna prisa, como esperaba de él, fueron queriéndose más y más. Podía confiar plenamente en él, todo lo que le decía era guardado bajo llave, y todo lo que él decía era sabio y absolutamente cierto. Sus consejos eran una guía inestimable; sus opiniones, axiomas, verdades imposibles de contradecir.
Un mal día de verano, poco después de cumplir ella dieciséis años, él le contó con pesar que se iría a otra ciudad a estudiar. En aquel momento se echó a llorar, le fallaban las piernas, le dolía el corazón. Era como el aire, su aire, y no lo podría dejar escapar. Si quería vivir, debía ir con él. Y él se lo ofreció. No tuvo que pensar más de dos segundos para hallar una solución que, aunque precipitada y sumamente irresponsable, era la única que cabía en su cabeza. Iría con él a donde hiciera falta.

II
Sus padres no se lo habían tomado nada bien. De hecho, no le dejaban hacer tal cosa. Pero ella aprovechó, y en un renuncio, un descuido de la tutela de estos, se marchó dejando todo atrás. ¿Como viviría? Podría trabajar como camarera en cualquier parte, ya tenía edad para hacerlo. Una cara bonita, una mente de niña. Se iría a vivir con Jose en la casa que juntos pagarían y todo sería estupendo. ¿A quién le importaba los estudios si él era su vida?
Ante la determinación de su hija, los padres pensaron que podría ser una buena enseñanza para ella el dejarla ir, y que viera que la vida no la trataría bien así. Confiaban en que la educación que le habían dado sería suficiente para que sobreviviera sola. Sabían que volvería y querría estudiar. Y así, ella y Jose se embarcaron en un vuelo lejos del acogedor nido paterno para vivir la aventura por sí mismos.
Los días en su nuevo hogar pasaron. Ella consiguió trabajar algunos fines de semana en un bar, ayudando en la barra cuando más demanda había. Él recibía periódicamente dinero de sus padres, lo que les ayudaría a pagar el piso, las facturas y la comida. Por la mañana él se iba a la universidad y ella se quedaba en casa, pero no le importaba. Aprendió pronto a encargarse de las tareas del hogar, con tan sólo dieciséis años, y aguantaba los días esperando a que su novio volviera de la facultad.
Pero él llegaba cada día más tarde, y mientras los fines de semana ella trabajaba en el bar, él se divertía saliendo con sus nuevos amigos. Era lógico, debía relacionarse; ella le quería y lo que más deseaba es que fuera feliz.
Tras una noche de fiesta, Jose llegó borracho a casa. Eran las cinco de la madrugada y su novia, como una esposa de cincuenta años esperando por su marido, alarmada, había aguantado despierta. Discutieron, y ella se dio cuenta de que él ya no era el mismo, de que la universidad y sus nuevos amigos le habían hecho ser otra persona.

III
Era inevitable. No pasaban por el mejor momento, pero era imposible eludirlo. Jose llegó al punto de acosarla, y es que no podía pasar mas tiempo sin que hubiera sexo. Ella maldijo el hecho de que todos, sin excepción, no pudieran pensar en otra cosa. En algún momento la ilusa de ella se había pensado que Jose sería diferente. Quizá sus nuevas relaciones públicas, quizá las drogas eran lo que le había cambiado. Antes nunca se había comportado así, ahora era un hombre de pelo en pecho, un macho ibérico; en otras palabras, un cabrón insensible. Pero ya era tarde, así que no tuvo más remedio que cargar con ello. Tenía miedo a que si se negaba él la dejara con las maletas en la calle, sola.
Y así, a partir de un calentón se dejaron llevar. Dolor físico, sangre, y sufrimiento mental. En mal momento se fue a dar cuenta ella de que no quería hacerlo con él, de que estaba en la cama con un desconocido insensible. ¿Dónde estaba ese chico tímido del que ella se había enamorado? No quiso seguir, deseaba parar con todas sus fuerzas, pero él parecía poseído por su instinto y no paró hasta acabar. La dejó llorando en la cama, echa un ovillo y temblando. Sintió un abanico de malas sensaciones: odio, vergüenza, repugnancia, asco, dolor y soledad. Y es que nadie la apoyaba, y vivía con un completo desconocido que, por cierto, acababa de convertir su virginidad en un traumatico chiste. Y, ¿qué podía hacer? Tendría que aguantar, sufrir en silencio todo aquello. Se arrepentía profundamente de haber dejado todo atrás, la comodidad de su hogar; de haber confiado tanto en una sola persona. La vida le había dado una lección que, aunque útil y necesaria, había tenido un coste muy alto: las personas cambian, y no se debe fiar uno de las apariencias. Ni la persona en la que más había confiado ella en su vida, que era Jose, era digna ahora del mas mínimo respeto.
No se atrevía ni a mirarle a la cara. Había sido poco menos que violada, y para colmo él había empezado a tomar con ella una actitud fanfarrona y chulesca ya que parecía que, una vez abierta la lata, cualquier momento se prestaba para la ocasión. Aguantó tres semanas, en los que sin saber cómo consiguió evadirse de la lujuria de su novio, que minuto tras minuto le pedía lo mismo, recordándole la traumática experiencia y despertando en ella una sensación de terror y asco. Tras esas tres semanas tomó la decisión de dejarlo atrás y volver a la casa de sus padres. Pero, para colmo, la experiencia le había dejado otra sorpresa, una que la marcaría de por vida. "No pasa nada si lo hacemos hoy", le había dicho en el momento justo el idiota de su novio, en el que de aquella aún confiaba.

IV
Jose estaba con otra, y ella albergaba en su vientre el embrión de un hijo suyo. ¿Cómo se lo tomaría él cuando se lo contara? Suponía que mejor que sus padres, que también tendrían que saberlo. El mundo se le había echado encima cuando lo descubrió: Con los ojos empapados se había dado cuenta de que el test confirmaba su embarazo, y en ese momento se dio cuenta de todo lo que un hijo significaba. El primer conflicto al que se tuvo que enfrentar fue decíselo a Jose. La reacción de éste fue muy extraña para ella: primero se rió, como pensando que era una broma; después, empezó a caminar nervioso por la estancia para más tarde empezar a pegar puñetazos y patadas a todo lo que encontraba por delante mientras echaba pestes por la boca. Ella salió corriendo de casa, llorando, preguntándose qué había sido de aquel chico tan sensible y educado que había conocido, pero poco a poco se iba acostumbrando al nuevo temperamento de Jose. Mientras se iba, él le grito que nunca más quería volver a verla y que tenía un día para hacer las maletas e irse. Triste y desamparada, tuvo que coger un avión e irse con sus padres, sin tener ni la más remota idea de cómo reaccionarían.
Sólo una niña, inocente y salvaje, ha de volver a casa de nuevo.
Ella les había dicho por teléfono que volvería sin exponerles razón alguna de por qué. La esperaban a la salida de la estación, con una sonrisa sincera pero tras la que se ocultaba una preocupación. Y es que ellos sabían que ella no había anticipado su regreso sin razón y se esperaban lo peor. Tras abrazar a sus padres de nuevo, de camino a casa ella les contó todo lo ocurrido. Un niño que cuidar, un capullo suelto por el mundo... pero nunca más estaría sola. Su reacción no pudo ser más que de desesperación, agobio, y comprensión. Sabían que no debían reñir a su hija, que ella sola ya había pasado suficiente tormento. La acogieron como hija pródiga con todas las desgracias que eso acarreaba.
Los años pasaron y su hijo, el cual había decidido tener debido a las dificultades que le habían surgido para abortar, creció y se convirtió en la viva imagen de su padre. Un niño que le hacía daño sólo con mirarla por los recuerdos de su ex-novio, pero que a su vez fue una fuente de alegrías para ella. Eso sí, no quiso saber más de ninguna relación sentimental con hombres en mucho tiempo. Más que un trauma, lo consideraba una mala experiencia. Cada relación con uno podía suponer correr demasiados riesgos.
Estudió, sacó una carrera, y acabó casándose con un hombre que sí que se enamoró de ella. La vida le fue bien, tuvo más hijos e incluso nietos. Les contaba para dormir una historia parecida a la suya, pero no exactamente igual. La suya era demasiado cruel. Por suerte, los niños siempre se dormían pronto, y ella no tenía que recordar el sufrimiento que había pasado.



Inspirada en Mary Lou, de Sonata Arctica

viernes, 11 de diciembre de 2009

La tienda

Observó la tienda con recelo. A pesar de la cantidad de veces que había pasado por aquella calle, nunca había reparado en la existencia de aquel pequeño establecimiento. Aparentemente no era más que un local donde vendían antigüedades, pero ahora que se fijaba, dentro había cosas un tanto peculiares.
Se sorprendió con la cara pegada al cristal empañado de la puerta de la tienda. Como no sabía qué pensaría el dueño si no entraba, lo hizo, casi más por cortesía que por propio interés en qué podía haber dentro, pues hacía un tiempo que ni sentía ni padecía; en los últimos meses se había centrado de manera exclusiva en su persona y no había sabido llegar más allá.
Dentro de la tienda, un amable señor de unos setenta años le miró con cara alegre. Ante la figura de su persona, el hombre se comportaba como si le hubiera tocado la lotería, de lo que dedujo que no tenía muchos clientes.
–Buenas tardes, buen hombre–comenzó, tratando de ocultar su curiosidad–. ¿Qué vende usted aquí?
–Hola, hijo. Echa un vistazo, y si tienes alguna duda sobre cómo funciona algo, ¡no dudes en preguntármelo!–exclamó el hombre con una grata sonrisa. Paseaba a sus anchas por la tienda, observándole pero sin atosigarle–. Seguro que encuentras algo de tu agrado.
Juan se había parado ante un baúl pequeño de madera que contemplaba absorto. Le recordaba por alguna extraña razón a algo de su juventud, y no sabía a qué.
–¿Vende usted... artículos antiguos?–preguntó, tímido.
–En realidad, podría decirse que vendo toda clase de objetos–replicó lentamente el señor.
–Y este baúl...
–¿Te gusta? Apuesto a que te recuerda a algo, algo maravilloso–el hombre había dado en el clavo. Cuanto más observaba el baúl, más sentía que aquello era algo conocido. Intentó averiguar cómo podía abrirlo, palpando por toda su superficie en busca de alguna cerradura, mas no tardó en darse cuenta de que no existía nada parecido–. No, así no, hijo, no se puede abrir con las manos.
Apartó un segundo la vista del baúl para dirigirla al hombre. El escepticismo se había apoderado de su cara, y le miraba inquisitivamente esperando una explicación.
–Pues no creo que sea con un mando a distancia–observó irónicamente, aparentando quitarle importancia.
–No, se abre con algo mucho mejor que eso–respondió, y tras una risotada y un ataque de tos, le miró y repuso–,con el corazón.
Juan no pudo evitar reírse un largo rato ante la respuesta del viejo.
–Perdone–explicó cuando al fin consiguió parar–, pero hace mucho tiempo que no creo en estas cosas.
–Lo sé, hijo, pero ante tus incrédulos ojos te mostraré lo que puedes hacer con eso–y, con los dedos índice y corazón, le dio unos golpecitos en el basto jersey de lana a la altura del pecho.
El hombre le quitó suavemente el baúl y lo apoyo sobre una de sus manos. Con la otra le cogió la suya, para posteriormente cerrar los ojos. Una extraña sensación le invadió, recorriendo todo su cuerpo. Cuando se quiso dar cuenta, el baúl estaba abierto.
–No puede ser...–susurró Juan boqueabierto.
–Sí, es. Nunca pienses que lo sabes todo, y que nada te podrá sorprender. No conoces ni la milésima parte de lo que el mundo puede aportar.
Embobado, se acercó al hombre para ver qué contenía aquello, pero el hombre lo apartó de su vista ocultándolo tras de sí.
–¿Qué esperas que haya?– preguntó divertido el amable señor.
–No lo sé. Ahora ya no sé que pensar...
–Algo extraordinario, no lo dudes. Piensa en qué es lo que realmente necesitas; en qué parte de tu espíritu está incompleta.
–La verdad es que no lo sé–repuso Juan con indiferencia.
–Precisamente eso es lo ocurre. Seguramente no sabes que te pasa. Yo te guiaré ahora, con ayuda de esto–expuso señalando el baúl, lo cual impacientó aún más al joven, que con miraba impaciencia hacia éste–, a descubrir que te falla ahí dentro–continuó, volviendo a señalar hacia su pecho.
Y sin más, el hombre sacó del pequeño objeto una especie de dado de madera, pero que tenía luz propia.
–Adentrémonos en el mundo de lo imposible. Como caras opuestas de un dado, las distintas vertientes de la gente son complementarias, y has de ver en cuál estas tú y a cuál sería más justo dirigirte. Gracias a esto–y alzó el dado–podrás saber el grado de maldad de la gente, y cómo, amigo mío, todo lo que ves y oyes no es suficiente para juzgarla; también sabrás qué falla en tu persona y cómo debería ser la humanidad. Prepárate para lo inexplicable.

Juan se sorprendió con la cara pegada al cristal empañado de la puerta de la tienda. Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Confuso, echó a andar pensando si todo habría sido una fantasía, una enagenación de su mente. Como era costumbre, metió las manos en los bolsillos y la nariz en el cuello de su abrigo; mas para su sorpresa, había en su bolsillo derecho algo que no estaba antes: un dado. El contacto de sus dedos con éste le hizo sentirse vil, mezquino, y se dio cuenta de que debía mejorar como persona; esa era la enseñanza que la vida, el destino o algún ser divino le había querido brindar.

martes, 3 de noviembre de 2009

Abismo

Estaba allí colgada ante el abismo. Se había ido quedando sin apoyos, ya fuera por una razón o por otra. Al final se había resbalado de la cúspide del acantilado y había caído; pero aún le quedaba una cuerda, una mísera cuerda a la que agarrarse. La soga de la amistad se deshilachaba. Lógico sería pensar que intentaría tratarla lo mejor posible, intentaría estar colgada casi sin moverse, manteniendo la respiración, procurando deteriorarla lo menos posible, pero no. Lejos de actuar de forma sensata, últimamente se había dedicado a jugar con ella. Se balanceaba, rotaba y la utilizaba despreocupadamente. En cierto momento la cuerda había golpeado una piedra tajante de la rocosa y abrupta pared del acantilado, y se había desgarrado en gran medida. Y ella miraba de vez en cuando hacia abajo con miedo, pero ni siquiera su profundidad la inducía a actuar de manera prudente.
Tras cierto tiempo, la parte más estropeada de la cuerda había evolucionado de forma fatal, y ella se hayaba colgada de un sólo hilo, un hilo que era aparentemente el más resistente de todos, pero que en poco tiempo cedería. Y ahora sí, ya no podía hacer nada más que rezar a todos los santos que conocía, puesto que sería cuestión de tiempo y suerte que su peso quebrara el ultimo hilo y ella cayera en ese gran hueco sin salida, en el abismo de la soledad.

domingo, 18 de octubre de 2009

Un mundo de arena.

Guillermo estaba apoyado en la pared, al igual que sus dos amigos. Echó una mirada por toda la discoteca. A pesar de intentar fijarse en todas las que había allí, sus ojos se le iban en todo momento al mismo lugar: aquella chica de los ojos verdes, aquella que era tan amiga de su hermana, y con la que él había conseguido entablar una pequeña conversacion por internet ayer. Iba un curso más adelantada, por lo que probablemente no tuviera muchas oportunidades, pero Guillermo consideraba que tenía que intentarlo. Ella estaba allí con sus amigas, bailando la música repetitiva las discotecas que a él no le gustaba nada pero a ella sí. Por eso estaba allí hoy.

Acabó lo que le quedaba de copa en un trago que le pareció asqueroso. El alcohol, al que todavía no se había acostumbrado, le bajó poco a poco por el tubo digestivo, quemándole, y acabó en un punto donde se mezcló con las mariposas. Entonces recordó, mientras ponía su mano en el estómago, lo poco que había hablado con Lisa ayer. Con el bloqueo mental que había tenido sólo había conseguido presentarse y hablar de temas superfluos. No sabía ni siquiera si tenía novio o no. Y es que necesitaba estar con ella. Aunque no quisiera ni pensar en ello, creía que estaba enamorado.

Animado por la copa, y tras dedicarles a sus amigos una sonrisa, se dirigió con el paso más firme que pudo hacia ella, quien aún no había reparado en su presencia en el local.

-Ho... hola, Lisa -su voz salió con dificultad.
-Ah, hola, Guille -respondió, y siguió bailando como si no el muchacho no hubiera dicho nada. El hecho de que le llamara por un apócope le gustaba aún más.
-Oye... -empezó, intentando aparentar decisión sin éxito- ¿tienes novio?
La joven paró inmediatamente de bailar cuando se percató de que el chico iba con intenciones de pedirle algo.
-¿No se supone que no deberías estar aquí? -le dijo con una sonrisa suavizadora- ¿Cuántos años tienes?
-Catorce, pero soy amigo del portero -replicó inmediatamente. Mentía, era Tomás el que conocía al hombre de la puerta, pero no tenía ninguna importancia. Quizá así la impresionara- Y tú, ¿no se supone que solo tienes un año más que yo?
-Sí, en realidad, cumplí dieciséis el otro día -dijo, y puso una mueca de sorpresa al observar algo detrás del chaval- ¡Hola, Lucas!
Un chico de aproximadamente dieciocho años apareció detrás de Guillermo. Su visión produjo en éste el mayor de sus temores.
-Hola, Lisa -le respondió, y le dio un beso en la boca. Guillermo sintió una punzada en el estómago, como si de repente se le hubiera revuelto todo lo que había comido y bebido ese día. "Todo un mundo de arena se ha roto ante mí", pensó- ¿Quién es este enano?
La sangre hervía dentro de Guillermo. "Ese cabrón no debería estar con ella, es un cretino", pensó. Pero no se arriesgaría a decírselo a la cara, estaba en clara desventaja. Así que sin ni siquiera decir adiós, se marchó

Decidió que nunca más sería tan inocente, que los errores pasados los manejaría en su favor y aprendería de ellos, que de ahora en adelante iba a cambiar para conseguir todo lo que se propusiera; que el mundo contemplaría su despertar.



Inspirada en la canción "despertar" de Warcry.

Espero mejorar con el tiempo y con la práctica, ésta es solo mi primera entrada ;)

@V